TRISAGIO DE LA MUERTE

Hoy dijo ella que no se reconciliaría con la vida. Pasó el Gran Cardenal regando incienso. Las manos se fueron descarnando, los huesos quedaron limpios, listos para ser enterrados. Ridículamente tenía ella un ramillete de violetas en una de las manos quebradas: "Quise nacer para ti en esta primavera precisa, sin que pase otra. En esta primavera precisa en que sufrí el baño de las endemoniadas y me purgué y me limpié y algo indeciso en el ambiente me dijo que volví a nacer. Soy una de estas violetas, soy tres, soy todas, soy flores. Primavera, violetas, dos, tres, ramillete, nací". Iba escupiendo disparates en el aire y todas las sillas de los siquiatras quedaron inútiles.

El vaho del incienso comenzó su danza diabólica. El Gran Cardenal trisageaba: "Santo, santo, santo" y cuidadosamente marcaba las filas en las que se colocarían a los enterrados. Esta Enana del Destino paseaba sus trágicas flores. Todos habían visto su destino y podían señalarlo con el índice. Nadie le perdonaba el fallo del aborto y cuando nació entera defendiéndose sin saberlo durante nueve meses, todos la siguieron viendo como a algo aún por hacer, como a un feto-feto al que aún le faltaba alguna puntada, tres broches, cinco o seis cortes, un pedazo de piel. Nadie pudo determinar tu lepra en el centro mismo de tu ombligo. Todos los animales prehistóricos se tragaron el intento de que te exterminaran con un insecticida. Las tenazas se resistieron a sacarte el aire de los pulmones y flotando, ciega, en el vientre, empezaste a envenenar a todos los que pudieran ser tus hermanos. "Santo, santo, santo" gritaban las sedas del cardenal y las piedras preciosas de sus manos se llenaron de tierra: "En esta esquina tocada por mis manos cabrán tres muertos. Tres muertos de los más ilustres, los tres primeros muertos de la Gran Guerra ".

El dedo más grueso y deforme de la Enana tocó el montón de tierra y la ira se levantó en las sedas santas. La Enana, que había surgido sola para estar siempre sola entre los demás, no percibió el Gran Rechazo. Se detuvo. Etérea y solemne, con los brazos en cruz, comenzó a vomitar el sermón que creyó destinado a todos sus hermanos. Una honda de semiconsciencia le decía que nadie había podido determinar su lepra en el centro del ombligo. Era la hora del campo santo-santo-santo y en ese vómito de verdad todos sabrían determinar sus llagas. Etérea y solemne, con los brazos en cruz, comenzó a lanzar disparates en el aire: "Y después salí a la tierra y sólo por la palabra de los otros absorbí por mis uñas la huella de mi prehistoria. El feto amenazante perdió la palabra y sentí miedo en la voz del centauro. En alguna esquina de mi frente está la marca. Los dedos se deshacen sin tocarla y todos la miran sin verla. En la garganta tropieza el paso del Tiempo y nadie me vio en el acto de devorarme, hija de mí misma. Es preciso que reconozcáis mi eco en todas las espaldas: lo encontraréis muerto en cualquier rastro de arena. Todos los horizontes se tragan las ondas de mi voz. Soy la no-realización y regreso diminuta, a mi semilla. No permitáis que las palomas devoren hambrientas el maíz de mis manos. Se han tragado las piedras de mi sangre y quedé inútilmente dispersa en el aire". Etérea, extasiada, mística, la Enana creció por un instante al nivel de sus semejantes. Las excavaciones continuaban a un ritmo frenético y nadie pudo medir su talla. Había llegado la hora terrible de la clasificación. El Gran Cardenal mencionaba la Gran Guerra: "Todos tenemos que ir, todos debemos ir, es nuestra obligación, pero el que haya ido a la Gran Guerra por un acto de voluntad individual, quedará sin domicilio en el campo-santo-santo-santo". La Enana del Destino escuchó todo aquello sin comprender y pensó que en aquel afán de coleccionar y clasificar muertos debía ella de ofrecerse como primer muerto. Y creció invisible para los demás haciéndose repetir en los oídos las voces que saldrían de los otros: "Ya tenemos, ya tenemos nuestro primer muerto". No sabía lo que era el suicidio. No sabía que no querer vivir era suicidarse. No sabía que nadie le reconocía el derecho a la muerte y que en la muerte-suicidio estaría tan aislada como había estado desde aquella placenta donde sólo oía las voces y quejidos que formaron su prehistoria.

Cuando las manos se le fueron descarnando y los huesos quedaron listos para ser enterrados, no reconoció el Gran Rechazo de la Muerte. Y sintió en el filo de su piel, el presagio de una primavera. Habían quedado atrás todos los bienaventurados merecedores de la santidad de aquel campo: "Santo, santo, santo". Y le robaron la dignidad de escoger su muerte. Y no se dio cuenta de que al sermón se lo tragó el viento y que las piedras de su sangre continuaron inútilmente dispersas en el aire. Y creyéndose investida de toda la solemnidad de la muerte, arrastraba sus sandalias que le infundían un cierto ritmo de belleza a sus raídas faldas talares. En el denso calor del mediodía inundaba aquellas calles con su canto: "Quise nacer para ti esta primavera precisa, sin que pase otra. En esta primavera precisa en que sufrí el baño de las endemoniadas y me purgué y me limpié y algo indeciso en el ambiente me dijo que volví a nacer. Soy una de estas violetas, soy tres, soy todas, soy flores. Primavera, violeta, dos, tres, ramillete, nací"

Y creía lanzar en estas palabras la definición de sí misma. Errante, continuó sin saber que las mangas de viento se tragaban su voz, siempre dolorosa. Se creía portadora del mensaje de sí misma. Y por eso no comprendió la sonrisa en la cara de los niños ni la luz de lechuzas nocturnas en sus ojos.